lunes, 18 de mayo de 2009

teatro neoclasico

Las primeras muestras de teatro renacentista en Italia datan del siglo XV. Las primeras obras eran en latín, pero acabaron por escribirse en lengua vernácula.
Solían estar basadas en modelos clásicos, aunque la teoría dramática derivaba del redescubrimiento de la Poética de Aristóteles. Este teatro no fue una evolución de las formas religiosas, ni siquiera de las prácticas populares o dramáticas ya existentes; se trataba de un proceso puramente académico.
Eran obras pensadas para ser leídas aunque fuera por varios lectores y en públicoy con fines didácticos. La mayoría de ellas, por su carga erudita y clasicista, no tuvieron éxito ni en su época a no ser en cenáculos restringidos, festivales cortesanos o academias ni después. Sin embargo algunas obras lograron un éxito considerable, y unas pocas, como la farsa cínica de Maquiavelo La Mandrágora (1524), se representan hoy día.
Mención especial merece la obra La Celestina, del dramaturgo español Fernando de Rojas. Desde el principio tuvo un gran éxito de público y se representa desde entonces. Durante mucho tiempo se ha especulado sobre si era una novela dialogada o una pieza teatral. La dificultad para que encajara en esta segunda categoría era el número elevado de actos (24) y el cambio constante de escenarios.
Valorada como comedia humanista, no ofrece ningún problema de clasificación y justifica la cantidad de referencias cultas de la literatura clásica en boca de Calisto y el discurso explícito y claro de Pleberio al final de la obra sobre la educación que hay que dar a la hija.
En esta obra aparecen los elementos que conformarán el teatro español del siglo de oro. Sin tener en cuenta el mérito de estas obras en particular, las formas y reglas desarrolladas en este periodo moldearon a gran parte del teatro europeo durante varios siglos.
El concepto más importante durante el renacimiento era el de verosimilitud la apariencia de verdad. Esto no significaba una copia servil del mundo real, se trataba más bien de eliminar lo improbable, lo irracional para enfatizar lo lógico, lo ideal, el orden moral adecuado y un sentido claro de decoro; por tanto, comedia y tragedia no podían ser combinadas; los coros y soliloquios fueron eliminados; el bien, recompensado, y el mal, castigado; los personajes eran delineados como ideales más que como individuos con su propia idiosincrasia.
De relevancia máxima gozaban las tres unidades: tiempo, espacio y acción. Basándose en un pasaje de Aristóteles, los teóricos crearon reglas estrictas: una obra sólo podía tener una trama, la acción debía desarrollarse en un periodo de veinticuatro horas y en un solo lugar. El fundamento de estas reglas era que el público del teatro, sabiendo que debía permanecer sentado en un lugar durante un tiempo, no creería que una obra pudiera desarrollar su acción durante varios días y en varios sitios una obra de semejantes características habría desafiado el orden y la verosimilitud. Se creía que el respeto por estas normas determinaba la calidad de la obra más que la respuesta del público. Aunque estas reglas se formularon en Italia, fueron adoptadas también en Francia.
Las prácticas escénicas y arquitectónicas de esta época han influido en la producción teatral hasta nuestros días. En el plano arquitectónico se hicieron intentos para recrear el escenario romano. Los primeros teatros italianos, sin embargo, se construyeron en espacios ya existentes, como palacios y patios, que tenían forma rectangular.
Escénicamente, el desarrollo más importante fue el descubrimiento de la técnica de la perspectiva, pintando en una superficie plana para crear la ilusión de profundidad o espacio. Esto permitió la construcción de escenarios que daban la impresión de ser lugares reales. Lo emblemático, la escenografía real selectiva de la edad media, dio paso al ilusionismo.
Aunque la ley de las unidades exigía una localización única, en la práctica se empezaron a presentar escenas alegóricamente pródigas llamadas intermezzi entre cada uno de los cinco actos de la obra. Esto exigía cambios de decorados, y así durante los siglos que siguieron se idearon sistemas mecánicos para cambiarlos.
Para incrementar la ilusión de los lugares presentados y para esconder la maquinaria y a los tramoyistas, se diseñó un marco arquitectónico alrededor del escenario, el arco del proscenio que separaba el espacio ocupado por los espectadores del mundo de ilusión de la escena, enmarcando asimismo la imagen que ofrecía el escenario.



Inicios del teatro neoclásico (1750-1780)
Discípulo de Montiano y Luyando fue el madrileño Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780) -Flumisbo Thermodonciaco, entre los Árcades de Roma- que, animado por su maestro, escribe una comedia según las -aceptadas como aristotélicas- unidades de tiempo, lugar y acción. Su tertulia en la Fonda de San Sebastián difundirá las ideas neoclásicas. De ellas nace La petimetra en 1762. Representa cómo el prudente don Félix conquista a la discreta doña María y permite que el falso don Damián cargue con la petimetra doña Jerónima, vacía de valores y de dote, después de haber competido ambos galanes por cada una de las damas. Leandro, hijo del autor, minusvaloró esta obra, inspirada en las comedias de Moreto o Calderón y falta de "fuerza cómica". Este mismo año publica Nicolás su primer Desengaño al teatro español: critica la comedia barroca por sus defectos morales y su escasa verosimilitud.
En 1763 aparece Lucrecia, tragedia nunca representada. Trata la violación de esta matrona por Tarquino, hijo del rey etrusco del mismo nombre. Esta tragedia en cinco actos se ajusta a los criterios de verosimilitud y a las unidades aristotélicas. Su autor supo identificarse con el mundo clásico. De este año es el segundo Desengaño al teatro español, contra los autos sacramentales. No disimula su intransigencia ante este género. Se desata la polémica: Moratín y Clavijo y Fajardo arremeten contra la comedia barroca con una actitud más agresiva que la de aristotélicos como Nipho o Romea y Tapia. Desde 1764 Nicolás publica en su periódico El poeta Sátiras literarias.

Representa La Hormesinda (1770), hermana de don Pelayo que salva su honor de las mentiras del moro Munuza. En ella pudo reflejar la situación española. Aseguró el éxito de la obra la actriz María Ignacia Ibáñez. Guzmán el Bueno (1777), tragedia en tres actos, cierra su producción dramática. Aquel año de 1763 vieron la luz otras dos tragedias: Jahel, de tema bíblico, por el bibliotecario real Juan José López de Sedano (1729-1796), autor de una polémica antología poética: Parnaso español (1768-78). La segunda fue Necepsis, historia egipcia de Cándido María Trigueros (1736-1798), representada en 1787. Su autor, asiduo en la tertulia de Pablo de Olavide, trató temas griegos, nacionales o asiáticos: Los Bacanales (1767), Guzmán el Bueno, El cerco de Tarifa, Egilona y Viting, todas de 1768; Los Theseides (1775), La Electra (1781) e Ifigenia en Áulide (1788)...
El mismo año de 1763 escribe la comedia El tacaño y en 1784, Los menestrales.
Los ataques al teatro barroco triunfan con la prohibición de autos sacramentales y comedias de tema religioso en 1765, por considerarlos indecorosos. El Conde de Aranda (1719-1798) y el peruano Pablo Olavide (1725-1803), inician una campaña de estímulo del teatro neoclásico, como corresponde al despotismo ilustrado. Aranda llevó el teatro a los Reales Sitios desde 1767, y Olavide tradujo para la escena obras francesas, como la tragedia Hipermenestra o El desertor, junto a obras de Racine o Voltaire, a quien trató personalmente. Crearon escuelas de formación de actores. A esto se unen otras circunstancias, como la progresiva eliminación de entremeses entre los actos de la comedia desde 1770.

Entre los autores que se sintieron aludidos por la crítica de los neoclásicos más exaltados se encontraría el madrileño Ramón de la Cruz (1731-1794) -Larisio Dianeo entre los Árcades-, autor de unos trescientos cincuenta sainetes estrenados desde 1757. El género derivaba del entremés barroco, ligeramente modificado: acentuaba el costumbrismo y la intención moral. Los sainetes de Ramón de la Cruz tratan temas diversos, con predominio de escenas castizas de tipos madrileños y lugares del Madrid en que se ambientan, como El Rastro por la mañana (1771), La pradera de San Isidro (1766 En Manolo (1769) parodia la tragedia neoclásica y ridiculiza a autores como Moratín e Iriarte. En otras obras presenta sus sainetes como teatro para entretener, sin mayores aspiraciones. Ramón de la Cruz conocía bien el teatro francés y el italiano.

Adaptó obras de Racine, Molière, Marivaux o Metastasio y elaboró dos tragedias: Bayaceto (1769) y Religión, patria y honor triunfan del más ciego amor, cuyo título indica las profundas diferencias con el teatro neoclásico y su fracaso en la escena. La penuria económica de don Ramón pudo influir en su cultivo del sainete, género que, en principio, no debió atraerle. Entre 1786 y 1791 publica sus obras en diez volúmenes. Muere tres años después. Semejantes a los suyos son los sainetes del gaditano Juan Ignacio González del Castillo (1763-1800).
El neoclasicismo había ganado terreno con amigos de Moratín, como José Cadalso Vázquez (1741-1782), autor de tres tragedias: Sancho García (1771), trata un tema heroico nacional: la grandeza moral de este infante ante su madre, condesa de Castilla, que, seducida por Almanzor, acepta eliminar a su propio hijo para ceder al moro el reino.
Menos suerte tuvo Solaya y los circasianos (h.1770), no representada e inédita hasta 1982. Se ambienta al sur de Rusia y presenta el conflicto creado cuando los parientes de Solaya rechazan a Selin, ya que el padre de éste exige doncellas circasianas para su harén. Los amantes mueren a manos del padre y hermanos de Solaya. Una tercera tragedia de Cadalso, La Numantina, sigue perdida, aunque el título permita imaginar su contenido.

Ya había asociado su nombre al teatro neoclásico el asturiano Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) con su Pelayo (1769), titulado posteriormente La muerte de Munuza (1782-90). Su obra más importante será la comedia lacrimosa El delincuente honrado (1774), en cinco actos y en prosa. Su protagonista, Torcuato, mata en duelo a un noble y, enamorado, se casa con su viuda. Cuando el juez Justo detiene a su amigo Anselmo, Torcuato lo salva entregándose. Mientras Anselmo logra el perdón real, Justo hallará en Torcuato al hijo olvidado en su juventud. El drama tuvo éxito y fue traducido a diversas lenguas.
Un desconcertante autor de la tragedia dieciochesca fue el extremeño Vicente García de la Huerta (1734-1787). Archivero del duque de Alba y Real Bibliotecario, perteneció a numerosas academias. Su vida debió alterarse hacia 1766, y, desde entonces, participó en provocaciones, polémicas y ataques que ocasionan destierros y burlas como La Huerteida de Leandro F. Moratín.
Su primer drama, Lisi desdeñosa (h.1765), estaría destinado a una representación particular. Desterrado en Orán de 1766 a 1777, representa Raquel en 1772 y, en 1778, en Madrid. Retomaba un tema histórico tradicional, tratado ya por Lope de Vega. Huerta mantuvo las tres jornadas del teatro barroco en versos endecasílabos, propios de la tragedia neoclásica. Su rigor formal y una probable alusión despectiva al ministro Esquilache la sitúan en una posición equidistante de la tradición y el neoclasicismo. Su autor despreció este movimiento, pese a escribir el Agamenón vengado (1778), adaptación de Sófocles y refundir en La fe triunfante del amor y cetro o Xaira (1784) el Zaïre de Voltaire.
En Raquel presenta al rey Alfonso VIII enamorado de ella y sometido a sus confidentes judíos. Los nobles castellanos logran que el rey abandone a su concubina. Cuando éste la recupera, los nobles la hacen morir a manos del judío Rubén.
Quien no dejaría duda sobre su vinculación al neoclasicismo fue el gaditano Ignacio López de Ayala (1747/50-1789), amigo de Nicolás F. Moratín y catedrático de poética. En la Fonda de San Sebastián leería su Numancia destruida (1775), tragedia en cinco actos y en endecasílabos sobre este episodio histórico. Recoge el momento en que los numantinos rechazan que las tropas romanas entreguen a Cayo Mancino Hostilio, con quien firmaron una paz que Roma ahora no reconoce. Al fracasar los amores de Yugurta con la numantina Olvia, los numantinos mueren luchando por su libertad.

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